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Frescos en el frío

Si se viaja al Sur es posible creer que en los escaques de la montaña está contenido el universo entero con todas sus bondades y todas sus miserias. Eso mismo se puede pensar si se entra a la capilla de Pancitará para observar los frescos pintados en la bóveda por el pintor almaguereño Luis Ángel Rengifo. Es muy triste que el artista y su obra hayan caído en la incomprensión y el olvido.
Por: Juan Carlos Pino Correa
Fotografías: Angélica Aley
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El municipio de La Vega, específicamente en los lados de Pancitará, siempre me ha parecido, más que ningún otro lugar en el Sur, el del paisaje ajedrezado por antonomasia. Puede uno quedarse horas y horas mirando las montañas parceladas en minifundios desiguales y creer que está frente a un surrealista tablero por donde pasan, como en el juego ciencia, todas las posibilidades de la existencia: las del pasado, las del presente y las del futuro. Hay pugnas, hay muertes, hay celadas, hay peones y reyes, hay estrategias, hay movimientos calculados, hay luchas por el territorio, hay débiles y fuertes, hay sacrificios. Ahora veo este paisaje de nuevo y sé que algo en la belleza y el misterio de estas montañas escaqueadas me quita el aliento.

Venimos del Páramo de las Papas y por primera vez entro en Pancitará, un pueblo cuyos habitantes pertenecen mayoritariamente a la etnia yanacona, hecho por el cual en la Colonia fue incluido entre los denominados Pueblos de Indios. Nos detenemos aquí porque queremos ver los frescos del pintor y grabadista almaguereño Luis Ángel Rengifo que adornan la capilla. Apenas descendemos del vehículo un hombre se acerca a nosotros y al verme con la cámara me dice que para tomar fotos aquí debo pedir permiso al Cabildo. Yo le digo que soy primo de la profesora Marisol Palechor y que he venido a ver las pinturas de la iglesia, nada más. Entonces la busco a ella y en unos minutos estamos ya acompañando a un vecino del lugar que con unas llaves gigantescas de estilo antiguo abre la puerta azul del recinto.

Yo no sé nada de pintura y por eso mi mirada está permeada solo por la curiosidad de un espectador cualquiera. Podría decir que, al igual que las montañas que acabo de ver afuera y me deslumbran, las bóvedas del techo están parceladas privilegiando un universo simbólico donde la imaginería y la devoción religiosas se mezclan con el don y la gracia de las semillas y de la tierra. Pero esa fragmentación no es de rectángulos sino de círculos que se conectan y retroalimentan. Quizá lo que haya aquí sea una representación de ese sincretismo entre la tradición ancestral del indígena y la avalancha católica con la que se acuñó la dominación desde los tiempos de la Conquista. El trigo y las flores se constituyen entonces en el entorno de ángeles, santos y palomas y reivindican de alguna manera el compromiso del pintor con los desheredados, sin que se desconozca el lugar que ocupa la religiosidad para ellos, pese a las múltiples resistencias. Eso pienso mientras veo el amarillo intenso de las semillas y las espigas, y el entramado café de las ramas y los troncos que alcanzan también los dos círculos más grandes.

 

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Uno de ellos muestra la adoración del niño Dios y, el otro, la figura de alguien agarrando una cruz como si ella fuera el asidero ante todas las inclemencias posibles. Un poco más allá hay, en un círculo más pequeño, un ángel alado por doquier y una especie de figura zoomorfa también alada. Todo ello está conectado con ese desfile de ángeles que se elevan por sobre el altar y ascienden en espiral hacia un ojo en medio de un triángulo que sugiere la magnificación de ese Dios católico que todo lo ve. Ojalá todo lo viera, pienso yo. “Gloria in excelsis Deo”, está escrito al lado de alguna figura devota.

De lo que veo aquí, me llama la atención la complejidad de ese universo plasmado en toda la iglesia y presiento que hay demasiadas cosas en él que no alcanzaré a percibir ni a comprender en este viaje y a lo mejor tampoco después. Y me duele el abandono en que ha caído la obra del maestro Rengifo. En una de las últimas tomas guerrilleras en Almaguer, su óleo sobre lienzo titulado El flautista fue doblado y refundido en cualquier sitio como si fuera un papel viejo e inservible mientras, se dijo, se reconstruía la Alcaldía y se le buscaba un espacio para reubicarlo.

Ahora, moviéndonos de nuevo sobre la carretera polvorienta y pedregosa, pienso en el artista y la incomprensión, y pienso también en el artista y el olvido. Y entonces la obra que acabo de ver se me hace uno más de estos escaques de la montaña donde está contenido el universo entero con todas sus bondades y todas sus miserias.

 

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